Nunca serán suficientes los “gracias» que puedan compensar tu sacrificio, ese sacrificio que evoca naturaleza en tu andar, en tu caminar y en tu hacer siempre en pro de tus hijos que poblan el mundo y viven ajenos a esa mano que se soltó el día que aprendieron a andar.
Nunca cesas en tu fortaleza, decidida, dispuesta y predispuesta a empujar en tus hombros este mundo. Siempre poniendo el corazón por bandera, patria y religión. Paciente, constructiva y valiente. En ocasiones herida, con los golpes más fuertes y el desánimo más latente… pero nunca te detienes.
Nunca se podrá entender cómo el estómago te empuja a ejercer la maternidad con tanta perfección, no hay modelo igual, es inimitable, no existe empatía que llegue a entender tu condición, nunca lo habrá sino es desde la propia condición de otra madre, esa que se identifica con la fuerza de un león, el sigilo y sensibilidad de un gato y la grandeza de un elefante.
Nunca habría familia como hoy la entendemos, fortaleces sus lazos y atiendes y entiendes a los tuyos vibrando con su misma sangre esa que hierve en la distancia, en la ausencia y en la indiferencia de individuos que no miran atrás para ver quién los empujó en su caminar. Madre, Hermana y Abuela.
Nunca dejas de buscar caminos, de construir puentes y de hondear banderas blancas. Con mil habilidades que parecieran todas invisibles por la propia manera sutil de realizarlas como si constituyeran parte del atrezzo vital del individuo al nacer, en extensión al cordon umbilical que no pudieron cortar y nos mantiene ligados para siempre.
Nunca sin ti, madre.
Cristina Oroz Bajo
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